lunes, 4 de octubre de 2010

LOS PONCHOS DE LA ESTHERCITA






I

Historias conozco muchas, pero la de la Esthercita es mortal. ¿Le gustaría escucharla? Entonces, no sea amarrete y páguese unos vinos. Hablar me seca la garganta, ¿sabe? Así me gusta. Usted me cae bien, tiene cara de buena persona. ¿Tinto? No, no, no. Blanco, por favor. El tinto me da gases. Bueno, ¿ya está cómodo? Perfecto. Como le decía, historias conozco muchas, pero la de Esthercita es mortal. Perdone que me repita en la frase, pero es la más pura verdad…

II

Esther Esmeralda Santiro, Esthercita para los amigos, nació en este pueblo y murió en este pueblo. Gracias a ella tenemos la escuela, aquel edificio grande que se ve allá. Esthercita era analfabeta, no sabía leer ni escribir, pero eso no importaba acá. Acá somos gente buena que no nos aprovecharíamos de alguien en su condición. Capaz que en la ciudad sería otro cantar, pero acá se la respetaba como correspondía. Porque le digo algo: la Esthercita era buenaza como ella sola. Siempre estaba para cuando uno la necesitaba. Un amor de persona la Esthercita. Ahora está en el cementerio. La gente de por acá la idolatra. Le llevan flores y obsequios y le piden milagros. ¡Milagros le piden! ¿Usted puede creer? Se necesitó que algunos dijeran que lo que le habían pedido a la Esthercita se les había cumplido para que empezaran las procesiones por el cementerio. Mundo de gente venía hasta el pueblo para visitar la tumba de la Esthercita. El cura vio el filo y no se quiso perder el negocio. A los pocos días había estampitas con la imagen de la Esthercita. ¡Hasta estatuitas había de la Esthercita con una aureola en el balero! ¿Y sabe que es lo más gracioso? ¡Que la Esthercita era más atea que la mierda!

III

Como le decía, gracias a ella tenemos la escuela en el pueblo. ¿Cómo fue la cosa? Déjeme que le cuente: las mujeres del pueblo decidieron alquilar un viejo galpón y transformarlo en un taller de costura. Hacían frazadas, mantas, y todas esas cosas de lana. Tenían los telares y estaban todo el día dale que te dale. Por supuesto, la Esthercita estaba con ellas. Los fines de semana se acercaban hasta la estación y les ofrecían sus trabajos a los viajeros desde el andén. Estaban lindas las mantitas, le digo. Y las más lindas eran las de la Esthercita. ¡Usted no sabe que hermosos dibujos hacia la Esthercita en aquellas mantas! Había mantas con caballos lanzados al galope, con llamas pastando, con tigres. ¿Se imagina usted algo así? ¡Un tigre! De donde carajo sacó Esthercita la imagen de un tigre siempre fue un misterio, pero que el tigre en la manta quedaba espectacular, quedaba espectacular.

IV

Un día llegó al pueblo un coche de la san puta. Yo, en ese entonces, era pendejo y estaba en la plaza con los demás vagos haciendo nada, y lo vimos venir. Estábamos todos tirados en el pasto, disfrutando del fresco, y el coche este se detuvo delante de nosotros. Se bajó la ventanilla y vimos a un tipo de bigotitos tipo anchoa, de los que se usaban en esa época, detrás del volante. Llevaba unos anteojos negros muy grandes que le cubrían los ojos.
-Hola, chicos- dijo aquel hombre-. Estoy buscando algo así como un taller donde hacen mantas. ¿Saben dónde es?
-¿El taller de las Doñas?- le preguntó Alberto.
Alberto era el hijo del almacenero, y eso, en un pueblo, es como si fuera el hijo del presidente. Había que tratar al Beto con sumo respeto. Una palabra indebida y nuestras familias se quedaban sin crédito en el almacén. No era joda.
-¿Tejen ahí?- inquirió el hombre de los anteojos y bigotito anchoa.
-Creo que si- respondió Beto.

V

Ahora empieza lo bueno, mi amigo. Resultó ser que aquel hombre era un hombre de ciudad, de la gran Buenos Aires, un negociante importante. Tal parece, una amiga de su esposa estaba vacacionando y el tren se detuvo en nuestro pueblo. Esta mujer compró una de las mantas y se la mostró a la esposa de este hombre. El de bigotitos anchoa quedó impresionado por la calidad y el diseño. Él tenía la idea de fabricar ponchos, que en el exterior se venden muy bien, pero sus primeras pruebas resultaron un desastre. Al ver aquella manta, pensó que tal vez tenía la solución a ese problema.

VI

Ahora bien, mire usted lo que son las cosas. El hombre este llega al taller, golpea la puerta, y le abre la Esthercita.
-Buenos días- le dice el hombre.
-Buenas, Don- le respondió la Esthercita.
-¿Usted es la encargada?
-¿Yo? No, la encargada es Clarita. Pero ahora no está, salió a comprar.
-Que lástima. ¿Aquí fabrican esas hermosas mantas?
-Si, Don. Venga, pase, no se me quede afuera- lo invitó Esthercita.
-Muy amable. ¿Tardará mucho la encargada?
-Vaya a saber. Puede tardar mucho o puede tardar poco.
La Esthercita fue hasta el telar donde estaba trabajando y siguió en lo suyo. El tipo se le acercó y quedó impactado.
-¿Usted hizo ese trabajo?- le preguntó a la Esthercita.
En el telar se veía un paisaje muy detallado de un valle con montañas al fondo.
-Si, este lo hice yo. ¿Ta’ bueno, no?
Al de bigotitos anchoa se le prendió la lamparita al toque.
-¿Cuál era su nombre, señora?
-Esther Esmeralda Santiro, pero todos me dicen Esthercita.
-Señora Santiro, me gustaría tener unas palabras con usted.
-Esthercita.
-¿Cómo?
-Dígame Esthercita. Señora Santiro no me gusta.
-Muy bien: Esthercita será, entonces.

VII

-Mire, Esthercita, yo tengo una fábrica importante en Buenos Aires y estoy dispuesto a comprarles toda la producción a ustedes.
-¿De en serio?
-Por supuesto Esthercita. Claro que lo que yo quiero no son mantas. Yo necesito ponchos.
-¿Ponchos?
-Exactamente. Los ponchos se venden muy bien en el exterior. Estoy dispuesto a pagar muy bien por el trabajo.
-Eso lo tiene que hablar con la Clarita. Ella es la encargada, ¿vio?
-Es que yo ya me estoy yendo. Permítame que le diga una cosa, Esthercita: hay veces en la vida que la suerte golpea su puerta, ¿me entiende? Y son oportunidades únicas que no hay que desperdiciar. Como la señora Clarita no se encuentra, usted a pasado a ser automáticamente la que toma las decisiones de esta empresa.
-¿Usted cree?
-¡Por supuesto! Imagínese cuando venga Clarita y usted le cuente que alguien se ofreció a comprarles toda la producción, y que se fue porque usted le dijo que la encargada no estaba.
-Se va a enojar la Clarita.
-Y no sería para menos.
-Pero no tenemos mucha materia prima.
-Yo me encargo de eso, no se haga problema. ¿Tenemos un trato, entonces?
-Pare mano, compañero. Todavía no dije ni que si ni que no. Estaba pensando de que si yo tomo la decisión, entonces yo también puedo elegir la forma de pago, ¿no es cierto?
-Es cierto, si.
-Y estaba pensando en que nuestro pueblo no tiene escuela. ¿A usted le parece bien que los pequeños tengan que caminar kilómetros todos los días para llegar hasta el otro pueblo e ir al colegio?
-Una vergüenza.
-Entonces, le propongo un trueque: nosotras le hacemos los ponchos y usted nos hace una linda escuela. De material, nada de techo de paja y esas boludeces, eh. Tiene que ser grande la escuela; con muchas aulas y bancos y pizarrones y mapas, y todo eso que lleva una escuela.
-Pero eso es mucha plata.
-¿No me dijo recién que los ponchos esos se venden muy bien en el exterior?
-Pero tendrían que ser muchos ponchos.
-Usted no se preocupe que los ponchos van a estar. ¿Y? ¿Qué hacemos?

VIII

Bueno, el trato se hizo. Aquel hombre cumplió con su palabra y construyó la escuela. Pero, como le dijo a Esthercita, eran muuuchos ponchos. El mismo día que empezaron las obras, veinte camiones cargados hasta las pelotas de lanas e hilos llegaron al taller. Todo el pueblo (y cuando le digo todos, es todos) ayudó a hacer esos ponchos. Una vez terminados había que coserles las etiquetas pertinentes, doblarlos y embolsarlos. Tenían una presentación de la san puta. Luego de que se los ponían en la bolsa, iban adentro de una caja. Quedaban de diez en esa cajita.

IX

Pero he aquí el pelo del huevo. Esthercita no sabía lo que era un poncho. Cuando el de bigotito le dijo que llevaba un agujero en el medio creyó que la estaba cargando, así que no agujereó ninguno. ¡Imagínese entonces la sorpresa de la gente cuando abría eso que suponía un poncho y no le encontraba el agujero por ningún lado! Comenzaron las quejas y el de bigotitos se vino para el pueblo para tirar la bronca y parar la construcción.
-¿Pero que me hizo, Esthercita? ¿Y los agujeros?
-Yo no le voy a estar haciendo agujeros a estos ponchos tan lindos.
-¡Pero es que un poncho es un poncho precisamente porque tiene el agujero, Esthercita!
-Yo no les pienso hacer ningún agujero. Si quieren, que se los haga el que los compra.
-¡Pues esto no va a quedar así!- gritaba el de bigotitos-. ¡Ya mismo se paran las obras y no hay escuela!
-¡Entonces usted nos devuelve los ponchos!- le dijo la Esthercita.
-¿Sabe donde se puede meter los ponchos?- le contestó el de bigotitos.
Y ahí la Esthercita lo sentó de culo de un piñón.

X

Claro, usted ve la escuela ahí y se pregunta: “¿y quien carajo hizo la escuela, entonces?”. Y la respuesta es simple: el de bigotitos. ¿Y sabe por qué? Pues bien, aunque todos se quejaban del poncho que no era poncho, nadie los devolvía. Es que eran de una exquisitez tal, que nadie pensaba ni siquiera en quedarse sin él. Algunos los colgaban en las paredes como tapices, otros los ponían en sus camas como cobertores, y los más bestias le hacían el agujero y los usaban de ponchos. Así que ya ve: cuando el de bigotitos notó que no había devoluciones y que, al contrario, se seguían vendiendo, tuvo que dar marcha atrás con el paro de la obra y arrancar de vuelta. Lo bueno de todo esto es que muchos más empresarios vinieron al pueblo para visitar el taller, y se hicieron muy buenos negocios. Pero el de la Esthercita fue mortal. ¿O me lo va a negar?

No hay comentarios: