sábado, 25 de septiembre de 2010

LANDO







 I

Cuando era niño tuve un perro, un manto negro. Lando se llamaba. Lo trajo mi papá una tarde al volver del trabajo. Era tan chiquito, que mi papá lo había puesto en el bolsillo de su campera.
A mi mamá mucha gracia no le causo el animalito.
En esa época vivíamos en una casa chica con un pequeño patio de tierra en el fondo. Solamente un cerco de ligustros nos separaban de los demás patios. Muchas veces el perro del vecino, Juan Carlos (el vecino, no el perro), se mandaba por los ligustros (el perro, no el vecino) y destrozaba las flores de mamá, cuando no le mordía las sábanas colgadas en el tendedero.
Papá se sentó conmigo en el piso, puso a Lando entre nosotros, y mientras este me olfateaba las manos, me explicó que tener un perro implicaba responsabilidades.
-Mamá y yo no podemos hacernos cargo del perro- me dijo-. Solamente si vos prometes darle de comer, sacarlo a pasear y limpiar sus desechos, será bien recibido. De otro modo, tendré que devolverlo.
-Te juro que lo haré, papá. Papá, ¿puede dormir conmigo?
-¡De ninguna manera!- dijo mi mamá desde la puerta de la cocina, donde estaba escuchando la conversación-. ¡Va a llenar la cama de pelos!
Mi papá acarició a Lando.
-Solo por esta vez- me dijo.
-¿Estoy pintada yo, acaso?- se enfadó mi mamá encarándolo a mi viejo-. ¡Martín, contestame!
Pero ya mi papá y yo habíamos salido al patio a jugar con Lando.
Esa noche, y todas las noches subsiguientes, Lando durmió en mi cama hasta el final de sus días.

II

Recuerdo todos los buenos momentos que pasamos juntos Lando y yo. Era un compañero de juegos ideal, siempre dispuesto a divertirse. Con unos ahorros que tenía, le compré un collar y una correa de cuero. Salíamos a pasear todos los días. Cuando jugaba al fútbol, me esperaba echado atrás del arco.
Luego fui creciendo y los juegos se fueron dispersando cada vez más. Tenía en la cabeza otros asuntos: mujeres. Había comenzado a verlas con otros ojos y a sentir cosas, más que nada con Marcela. Por las noches, acostado en la cama, con Lando a mi lado, me quedaba despierto horas hablándole de ella.

III

Los años fueron pasando y una noche Lando me despertó aullando como loco. Entre mi viejo y yo lo alzamos y lo llevamos al veterinario.
Lando ya venía con algunos problemitas. Le costaba mucho pararse. “Problemas en los huesos”, dijo aquella vez el médico. Nos recetó unas pastillas de por vida y le metió una pichicata.
Así estuvo mucho tiempo. A mi cama no subió más. Le compré un almohadón gigantesco y se lo eché pegado a la cama, cerca de la ventana, para que le de el sol.
Cuando llegamos a la veterinaria, el doctor no nos dio muy buenas noticias.
-Le puedo dar un calmante, pero no será de mucha ayuda. Es un perro viejo. La artrosis tiene ya un estado muy avanzado.
-¿Y qué hacemos?- preguntó mi viejo.
-Esto va a ir empeorando. Lo mejor, a esta altura, sería ponerlo a dormir. Mantenerle el sufrimiento al pobre animal no es justo.
Mi viejo me miró.
-¿No se puede hacer nada de nada?- volvió a preguntarle al médico nuevamente.
-Les puedo dar unas ampollas para que ustedes lo inyecten para calmarle el dolor.
Mi viejo volvió a mirarme.
-El doctor tiene razón, es un perro viejito. ¿Queres verlo echado en el almohadón sufriendo?- me dijo.
Miré a Lando, que me observaba desde arriba de la camilla.
No pude evitar llorar.
Me acerqué a él y lo acaricié detrás de las orejas.
-Es por tu bien, ¿sabes?- le dije.
Él levantó un poco la cabeza y lamió mi mano.

IV

-Yo sabía que esto iba a pasar- dijo mi vieja apenas llegamos-. Yo, desde el principio, no quería tenerlo, pero ustedes siempre hacen lo que quieren. Acá tienen las consecuencias. Uno se encariña con el bicho. ¿Y para qué? Para después terminar llorando cuando se muere.
-Sería bueno si te callaras la boca- dijo mi viejo al pasar a su lado.
Me acompañó a la habitación y se sentó conmigo en la cama.
El almohadón estaba a nuestros pies.
-¿Estuvo bien lo que hicimos, papá?
-Quiero suponer que sí. ¿Era mejor verlo sufrir? Hicimos lo más humanamente posible para él, una muerte digna. Tuvo nuestra piedad y misericordia para acabar con la agonía de su dolor.

V

Nunca más tuve un perro.
Comencé una relación con Marcela. Esta relación se afianzó y decidimos dar un segundo paso: nos comprometimos. Hicimos una pequeña reunión para dar la noticia. Fijamos fecha para nuestro casamiento.
-¿Por qué el apuro? ¿Estas embarazada?- saltó mi vieja.
Mi viejo le puso un codazo en las costillas.

VI

El civil fue tranqui. Solo los íntimos fueron invitados. En cambio, la iglesia fue un despelote. Montón de gente. Parecía que salían de abajo de los bancos. Me canse de estrechar manos y besar mejillas.
Subimos a la limousine y nos llevaron a la fiesta. Ni Marcela ni yo estábamos al tanto de cómo venía la onda. Nuestros padres se habían echo cargo de preparar el salón. Era todo una sorpresa.
Ahora, viéndolo a la distancia, se me viene a la cabeza que fue la última vez que vi a mi viejo de pie.

VII

Las desgracias se desplazan por los aires, observando, buscando víctimas inocentes para sus juegos. Son grises, alargadas y se confunden entre el smog. Remolinean entre nuestras piernas, oliéndonos. Se relamen por nosotros, somos como un postre exquisito por el cual se babean.
Y cuando encuentran a la persona indicada...
Atacan.

VIII

Mi vieja me llamó al trabajo.
Estaba en el hospital.
Un accidente.
Grave.
Muy grave.

IX

Mi papá yacía en la cama. Su rostro presentaba muchos golpes. Las sábanas ocultaban su cuerpo.
Como todos los días, mi viejo salió de la fábrica al mediodía para buscar algo para comer. Algunos compañeros le dieron dinero para que les compre algo a ellos también.
Cruzó la calle y fue hasta mitad de cuadra, al supermercadito chino. La mayoría de los pedidos eran de fiambre. Mientras el dependiente cortaba, él buscó las gaseosas, el pan y un sobrecito de mayonesa.
Al llegar a la caja, pagó, recibió el vuelto, tomó la bolsa, saludó, y cruzó las puertas.
Caminó esa media cuadra silbando una canción que se la había pegado de la radio.
Bajó a la calle sin ver.
Aquel lugar era tan tranquilo, casi nada de transito.
Por eso, cuando levantó la vista, ya tenía los dos autos encima.
Venían corriendo una picada.
Dos adolescentes que no midieron las consecuencias.

X

-El estado del paciente es grave. Tiene comprometida la médula espinal- dijo el médico que nos había llevado a su despacho y sentado en unas incómodas sillas de plástico-. No tiene estímulos en los miembros superiores e inferiores.
-¿Usted me quiere decir que mi viejo esta paralizado? ¿No se puede hacer nada?
-Debemos esperar los estudios. Ahí sabremos con que nos enfrentamos y si es posible la rehabilitación.
-Pero va a volver a caminar, ¿no es cierto?
-No puedo contestarle eso. Hay que esperar.

XI

Los últimos meses se acumulaban en mí. El peso de las horas no dormidas se hacían visibles debajo de mis ojos. Tenía en mis manos una revista leída mil veces. Papá dormía. Me acerqué a la ventana y corrí un poco la cortina. Es un segundo piso. La gente camina por las veredas con apuro. El tránsito es un caos de bocinazos y frenadas.
-Hijo...
Me giro.
Papá me está mirando.
-Hola, viejo.
-Agua- me murmura.
Sirvo un poco en el vaso y le coloco una pajilla. Se lo acerco a la boca.
-Despacito- le digo-. No te atragantes.
-¿Y tu madre?- me pregunta cuando termina de beber.
-Recién salió- le miento.
Mamá casi nunca viene.
“¿Qué queres que haga? ¿Quedarme al lado de él, aburriéndome? Los médicos son los que saben. Ellos están para cuidarlo mejor que yo. Para eso se les paga, ¿no?”, fue lo que me contestó al recriminarle su ausencia.

XII

El diagnóstico no fue el esperado.
Tetraplejia.
Luego de seis meses en el hospital, logro el permiso para llevar a mi viejo a casa. Según mi punto de vista, hay gente que necesita más esa cama que mi viejo.
Debo haber batido un record por el escaso tiempo entre casamiento y divorcio. Marcela no se bancó mis horas lejos de casa. Dijo que comprendía la situación, pero que esto no es lo que esperaba al casarse. Le dije que yo tampoco era lo que tenía pensado.
Creo que ya no había más que hablar.
Llevé a mi viejo a mi casa. Mi madre puso el grito en el cielo.
-¿Estás loco?- me dijo.
-No, mamá, no estoy loco.
-¿Quién va a cuidar a tu padre, eh? ¿Pensaste acaso en eso? ¡Tu padre necesita cuidados especiales! Hay que lavarlo, asearlo, limpiar sus porquerías. ¿Sabes lo que es eso?
-Si, mamá, lo sé. Contraté a una enfermera para que me ayude. Va a vivir con nosotros.
-No te entiendo. Perdiste a tu mujer y ahora queres perder tu vida.
-No perdí nada, mamá. Si ella no pudo estar conmigo en estos momentos...bueno, será que no era la indicada. ¿No te parece?
-Vas a estar cargando con tu padre el resto de tus días.
-Es mi papá, mamá. Para mí no es una carga.
Quiero callarme, pero no puedo evitarlo. Antes de que pudiera morderme la lengua, las palabras salen de mi boca:
-Pero parece que para tí sí lo es.
El cachetazo me da vuelta la cara.

XIII

El abatimiento de mi padre me parte el alma. Tiene sus días buenos, pero son los menos. Últimamente nuestras conversaciones giran en un solo tema: Lando.
-Una muerte digna.
-Papá...
-Lando la tuvo, ¿no te parece?
-Era un perro, papá. Yo puedo cuidarte, darte una buena calidad de vida. ¡No sos algo sacrificable, por Dios!
-¿Calidad de vida? ¿Te pensas que tengo una buena calidad de vida? ¡Mírame! ¡Una lechuga tiene más calidad de vida que yo! ¡Y no me nombres a Dios en esto! ¿Esto es lo que quiso Dios para mí? ¡A la mierda con Dios! ¡No quiero vivir así, hijo!
-¿Y qué queres, papá? ¿Qué compre un arma y te pegue un tiro? ¿Eso te pondría feliz? ¡Dios, papá!
-¡Te dije que no me nombres a Dios!
-Está bien, papá. Ya no más Dios.
-Hijo, escúchame: hay lugares donde la eutanasia está permitida.
-No quiero oír esto, papá.
-Es mi voluntad, hijo. Escuchá: en Suiza hay un centro...
-¡Ni en pedo te llevo hasta Suiza!
-No, boludo. ¿Podes escucharme?
-No, no puedo. No me gusta esta conversación, papá.

XIV

Yo, la verdad, no podría vivir así- me dijo Juanjo-. Vos disculpame, es tu viejo, pero imaginate estar para el resto de tu vida tirado en la cama sin poder mover un músculo, dependiendo de otros para todo. Se te va la autoestima al carajo. A mí que me den una pichicata y a la mierda con todo.
-Vos lo decís fácil, no es tu viejo.
-¡Pero yo a mi viejo lo mato de una, eh! ¡De una lo mato!
-Pero vos a tu viejo le tenes un odio hostil, no es lo mismo. Si tu viejo se llega a quejar de que le duele la muela, vos ahí ya lo cagás a balazos.
-¿Y para que va a estar sufriendo al pedo?
-¿Por un dolor de muelas?
-¿Nunca te dolió una muela? ¡Te la regalo si te duele una muela!
Con Juanjo nos conocemos de pendejos. Tiene un humor especial. El tipo no tiene seriedad para nada. Estas con él dos minutos, y si no soltas la carcajada, es que estas muerto.
Otra vez esa palabrita. Ya me tiene los huevos llenos.

XV

Estuve averiguando. En muchos países aceptan lo que ellos llaman el suicidio asistido, más que nada cuando son pacientes terminales. Busqué sobre la tetraplejia. El paciente tiene derecho a interrumpir el tratamiento o incluso terminar con su vida, pero se debe garantizar que tome la decisión lo más autónomamente posible. Esto es, que no pida su muerte en un estado de desesperación.
¿Más desesperado de lo que está? Para llegar a esa decisión hay que estar desesperado, no me jodas.
Por otro lado están los cuidados paliativos. Sus defensores afirman que los pacientes necesitan de un cuidado activo que no acelere su muerte ni tampoco la posponga artificialmente.
El tema es que nadie se pone en la piel del paciente. Hablar por afuera es fácil.

XVI

Hoy me confesé. El padre escuchó absorto lo que le decía.
Ya estoy decidido, pero no puedo solo. Necesito ayuda.

XVII

-¿Cómo anda, jefe?- saluda Juanjo.
Se acerca a la cama y se sienta en uno de los costados.
-¿Cómo andas, Juanjo?- saluda mi viejo-. ¿Qué haces por acá?
-Me trajo su pibe. Oiga, Don, se lo ve bien, con color.
-No me rompas las pelotas, Juanjo.
-¿Qué le anda pasando? Me dijo su pibe que anda pensando cosas raras. Usted todavía puede llevar una vida gratificante, jefe. Por ejemplo, fíjese en esa gente que le faltan los brazos y pintan. ¿Qué me contursi? Se calzan el pincel en la boca o en los pies y le dan a las pinceladas. ¡Y hacen unos cuadros de puta madre, no se crea! ¿Eso no le gustaría? Si quiere, probamos. Le ponemos un pincelito en el orto y arrancamos. Un pincelito finito, eh, como para empezar. Después, si quiere, le mandamos brocha, pero eso ya sería vicio, usted me entiende.
-¿Pero vos me estas cargando? ¡Estoy paralizado, boludo! ¡Ni el culo puedo mover! ¡Poneme el pincel en otro lado!
-¡Ah, tan mal no anda! ¡Todavía jode! ¡Che, loco, vení, que tu viejo se hace el piola!
-¿Cómo te sentís hoy, papá?- pregunto al entrar. Llevo en mis manos una bandeja con comida.
-Aguantando, hijo, aguantando.
-Bueno, jefe, mientras come, le paso a explicar: me contó su pibe que quiere espichar. Como él solo no se anima, vine yo para ayudarlo. A ver, veamos: ¿usted tenía algo pensado o quiere que tiremos ideas?
-Y mira, yo pensaba una muerte bella. Que se yo, que me tiren del balcón.
-Papá, vivimos en una casa de una sola planta.
-Mejor, va a ser más rápido- dijo Juanjo-. ¿Cuántos tenemos desde el borde de la ventana al piso? ¿Ochenta centímetros? ¿Un metro? Lo vamos a tener que tirar varias veces para que surta efecto. Va a quedar un poco machucado, le advierto.
-¿Y veneno? El veneno es un clásico.
-Los venenos tienen un gusto asqueroso.
-Y bueno, lo diseminados en alguna comida para cambiarle el sabor. Una buseca. ¡Ahí tá! ¡Con lo que me gusta la buseca!
-La buseca te cae mal, papá. Acordate que te patea el hígado.
-Tiene razón su pibe, jefe. Imagínese morirse envenenado y con una patada al hígado. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.
-¿Una estaca en el corazón?
-Eso es para los vampiros. ¿Le están saliendo colmillitos, Don?
-Bueno, alguna droga.
-¡Nuuuuuu! ¡Ese es un camino de ida, no le conviene! Dígale no a la droga.
-¡Ya sé! ¡Me bajo una sandía con vino!
-¿Usted esta mal de la cabeza? ¿Te queré morir, boludo?
-Esa es la idea.
-¿Puedo tirar una?- pregunto.
-Si, dale. Participá- dice Juanjo.
-Papá- le digo-, yo te prometo cuidarte, hacerte esto lo más llevadero posible, darte todo lo que este a mi alcance para que puedas tener una muerte digna.
Tomo su mano. Mis ojos están llenos de lágrimas.
-Pero, por favor, no me pidas que te ayude a morir porque no puedo. Yo te amo y daría todo lo que tengo para que no sufras. Yo lo siento tanto, papá, no sabes cuanto. Tu dolor es mi dolor. Verte acá postrado me parte el alma. Yo te juro, papá, que no voy a irme de tu lado. Voy a estar hasta que des tu último suspiro.
Mi viejo llora.
Yo también.
Lo abrazo bien fuerte.
-Conmovedor, che. Sigan así y me van hacer llorar y todo. Che, aflojen que soy de lágrima fácil. ¡Puta madre! Bueh, los dejo, lloren tranquilos. Jefe, después paso y le traigo el pincelito.


Nota del autor:

Hace unos cuantos meses atras leí una noticia: sir Edward Thomas Downes, y su esposa Joan, se suicidaron en un centro de eutanasia.
Downes tenía ochenta y cinco años, y su esposa, setenta y cuatro.
A Joan le habían diagnosticado cancer terminal; Downes estaba casi ciego y con problemas de audición.
Su hijo conto que sus padres tomaron la decisión de viajar a una clínica de suicidio asistido, en concordancia con la filosofía de vida que llevaban, y aunque en un primer momento fue dificil de aceptarla, la familia no tuvo problemas en apoyarlos.
A partir de esta historia nace la mía.

5 comentarios:

Lauris ʚϊɞ dijo...

Jefecito... Me doy la bienvenida a la Marmota by blogger... voy a leer por primera vez todo completo...
Un beso...

Lauris ʚϊɞ dijo...

Putas... usted me hace llorar siempre.

Adrián Granatto dijo...

Lauris (¿cómo corno hacés esa mariposita, eh?): ¡Pero la puta madre! ¡No me llore! Empezamos medio bajon, pero yo le aseguro que después nos vamos para arriba.

Lauris ʚϊɞ dijo...

jajaj Jefe, la tengo ya programada... si tuviera una linda Margarita también la pondría...

Justiciero dijo...

Adrían, nunca tuve suerte ni con las mascotas, ni con mis padres. Me alegro que lo haya disfrutado a Lando