Bajo el aura cálida del lapacho, Daro, el che pibe de la obra, procura hacer entrar en razón a Marita, la mucama de los Vega:
—No me podés hacer esto… ¿No era que te cuidabas vos? ¿qué te habías hecho poner la inyección esa en el dispensario? ¡No me vengas ahora con que por ahí falla!
Las ramas del lapacho rozan la cabeza de Daro, al punto de coronarlo con sus brillantísimas flores amarillas. El joven no para de mover las manos y orquesta su soliloquio en una andanada helada de sentido común.
—Marita no llores… ¿Cómo se te ocurre que vamos a poder mantener un hijo? ¡¿eh?! ¡No tengo un mango ni para forros y vos me venís con un hijo!
Marita cubre su vientre con ambas manos y fija la vista en una flor que acaba de caer, haciendo trompos, a sus pies.
—Te lo dije de entrada Marita, yo te quiero, pero no tengo adónde caerme muerto. ¿Qué vamos a hacer con un chico? ¿Eh? ¿Qué le vamos a dar de comer? ¿Cómo lo vamos a vestir? ¿Y los estudios Marita? ¿Qué querés? ¿Qué termine como nosotros? No cuentes conmigo, así nomás te lo digo.
Un par de las flores del tocado de Daro se desprenden y se deslizan sobre su hombro.
—Sacateló Marita o a mí no me ves más.
La joven rodea su talle con los brazos, en un gesto que pretende amortiguar el eco de las palabras de Daro dentro de su vientre, y da media vuelta. Aquí y allá, se perciben las estelas doradas de las flores que van cayendo en delicado silencio.
—¿A dónde vas Marita?
La figura de la joven se pierde trás una cortina, cada vez más profusa, de pétalos amarillos. La vista de Daro se nubla en reflejos de oro. Un pétalo sedoso le roza la cara y siente esa manito tibia y esponjosa que le acariciará la mejilla cada noche. Del torrente de flores se desprende el aroma de ese abrazo eterno que lo esperará al final de cada día. El rumor de los pétalos lo invita a percibir el tintineo risueño de las cosquillas. Las flores se derraman sobre su sien y le susurran: Magalí…
—¡Esperá Marita! No te vayas…
El diluvio va cediendo. Y con los últimos pétalos se dibuja la silueta de Marita, vacilante.
—Quedate conmigo Marita… Va a ser nena y se va a llamar…
—…Magalí —responde Marita serena desde el centro de un exquisito manto amarillo que le cobija los pies.
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